—Me costó convencerlo –dijo don Estaban minutos
después regresando al balcón—, pero está dispuesto a recibirlo en su oficina
mañana a las ocho, temprano. Le comenté que usted andaba investigando los
fenómenos de La Casona y eso lo convenció. En cuanto le mencioné quien era lo
sentí reaccionar de manera negativa… aún siente mucho la desaparición de su
amigo y jefe.
—Sí, debe de ser algo penoso para él. Me parece
bien la hora.
—Le mandaré con un chófer si…
—No, no es necesario… me gustaría volver a manejar
por las calles de mi tierra si no es un inconveniente.
—En ese caso puede llevarse el Jeep que está junto
al Ford. Le voy a dejar las llaves sobre la mesa del comedor. Yo salgo para
Yucarán a las cinco de la mañana, pero volveré por la tarde. Así que siéntase
como en su casa y cualquier cosa nos ponemos de acuerdo por la noche.
—Ok. Muchas gracias don Esteban.
***
23 de octubre de 1962
Mi padre estará todo el mes de noviembre fuera del país. Va para Guatemala.
Estoy tentada a volver a repetir la experiencia del viaje a ese otro mundo,
pero al mismo tiempo tengo miedo. No sé qué pueda suceder si estoy un minuto
allá. He sacado los cálculos y un minuto equivaldría a… bueno si un segundo se
va en tres días, sólo tendría tiempo para diez segundos como máximo. Un minuto
allá serían acá seis meses, medio año. Dos minutos un año. Diez minutos cinco
años. Veinte minutos diez años… y así de manera infinita. Pero yo sólo tengo
para un mes, diez segundos…
¿Qué podría hacer en diez segundos?
Voy a pensar algo, porque mi padre se va dentro de siete días.
1 de noviembre de 1962, jueves.
Mi padre parte mañana para Guatemala. He decidido volver a entrar en ese
mundo durante diez segundos. He estado practicando con el reloj lo que voy a
hacer en esos diez segundos y me parece lo más adecuado.
Voy a tratar de parar el tiempo.
Bueno es algo de magia. Creo que he comprendido porque el tiempo va tan de
prisa aquí mientras estoy allá. Quiero comprobar una teoría.
2 de noviembre de 1962, viernes
¡Lo he logrado!
Por fin entendí como funcionar el tiempo.
He entrado y salido del otro mundo tres veces hoy y ya comprendo cómo
funciona el tiempo en ambos mundos.
Todo es mental.
El tiempo corre en la mente de quien mira las cosas. Nada más. Algo tan
sencillo como eso.
Apenas se fue mi padre por la mañana, me levanté y me preparé como la vez
pasada. Coloqué los relojes sincronizados uno sobre mi muñeca y el otro sobre
la mesa. Me até la soga por cualquier cosa y luego me puse el tanque de oxígeno
al hombro. No había percibido ningún cambio en mi piel la vez pasada, pero
estaba convencida de que sólo el oxígeno no era respirable.
Tomé la cámara fotográfica y una lámpara en la otra mano. Esta vez no
llevaría ningún canario.
Respiré hondo, sólo por costumbre, invoqué las runas y la puerta se abrió.
Entré.
En esta ocasión, aunque llevaba el reloj y el tiempo medido no iba a pensar
en ello.
Volví a experimentar la misma sensación de fiebre interna, algo que ya sé
es normal al pasar por la puerta, y me detuve. Era de día, o por lo menos eso
me pareció ver después de que la nieva se despejara, esta vez a una velocidad
normal. Era de día y se veía, al fondo el mismo valle de color anaranjado y
verde.
Me volví y miré la puerta en el tronco del gran árbol. Del otro lado todo
parecía estar quieto, no como la otra vez. Todo, parecía estar como lo había
dejado. Entonces el truco si funcionaba.
¿Y cuál era ese truco?
Sencillo. Me había pasado la noche anterior repitiéndome mentalmente hasta
el cansancio: el tiempo es mental, el tiempo es mental, el tiempo es mental…
Había leído, días antes esta idea, y me pareció de lo más sencilla y real.
De paso, el artículo decía que cuando un concepto entra en nuestra mente lo
hacemos nuestro y lo creemos a pies juntillas cuando lo repetimos y repetimos
hasta el cansancio.
Ahora, sin siquiera repetírmelo, mi consciencia lo había aceptado como
verdadero. No lo cuestionaba. Por eso, el tiempo parecía marchar al mismo ritmo
en los dos mundos. Como un reloj que se ha puesto en marcha.
Y ahora que lo pienso, es una verdad indiscutible: el tiempo es mental.
Pienso en las personas que están condenadas a muerte. Si la muerte da miedo, el
tiempo, si es que se le ha puesto tiempo, pasa muy rápido. Pero si se desea la
muerte, como en el caso de muchos enfermos terminales, el tiempo pasa muy, muy
lento. O cuando se está enamorado, cuando se espera al amado el tiempo se hace
tan, tan lento. Y miles de casos similares, donde el tiempo se acelera o se
detiene de acuerdo a nuestros estados mentales.
El problema mío fue que cuando lancé el gato y éste volvió podrido y muerto
yo asumí de inmediato que el tiempo en ese otro lugar avanzaba más rápido. De
inmediato todo comenzó a suceder de esa forma: las papas, la carne, el repollo,
todo aceleraba su proceso de descomposición porque en mi consciencia el tiempo
iba rapidísimo.
Al limpiar mi consciencia de dicha creencia, todo volvió a la realidad a la
cual estoy acostumbrada.
Cuando se es niño, por ejemplo, los días son larguísimos porque todo lo que
hacemos no está sujeto al tiempo, pero al crecer todo lo metemos en la misma
canasta y le damos una medida. La mente, entonces, es la madre del tiempo, como
lo es de todo.
Estuve los diez segundos, para probar mi teoría. Regresé al cabo de ese
tiempo y pude comprobar con verdadera satisfacción que tenía razón: los relojes
mostraban la misma hora. Comprobé, asomándome por la ventana, que el sol apenas
comenzaba a salir, tal como había estado al meterme por la puerta.
Verifiqué de nuevo el oxígeno: el tanque estaba casi lleno. Miré la
linterna y me pregunté si sería necesario llevarla de nuevo. Me la metí en el
cinturón.
A las seis y diez minutos volví a sumergirme en aquel mundo. Mi intención
era alcanzar el minuto allá y volver después de ese tiempo para volver a
comprobar la hora. Tampoco podía abusar de las ideas. Podría haber una
variable, aunque no le puse mucha cabeza a la idea para no modificar nada en mi
conciencia.
Así pues, volví a entrar por segunda vez y encontré lo mismo que antes:
niebla, el valle, el día, los colores verde y naranja extendiéndose por todos
lados.
Traté de divisar algo más allá del valle. Lo que se vía eran unas montañas,
o cerros, rodeándolo. El cielo no era del acostumbrado azul del mundo que
conozco, pero parecía tener cierto parecido por las nubes moviéndose en masa
allá arriba. Más adelante comprobaría algunas cosas.
Mi minuto terminó y regresé de nuevo a mi mundo.
De inmediato comprobé los relojes. Estaba iguales. Seis y once minutos.
Entonces, ya sin preocuparme más por el tiempo decidí explorar aquel mundo.
Por tercera vez aquella mañana y diciéndome que sólo iba a estar una hora
como máximo volví a mirar los relojes. Eran las seis y quince de la mañana del
dos de noviembre de mil novecientos sesenta y dos.
Volví a entrar con la intención, ahora de ir un poco más allá.
Y como nos cuenta la Biblia que el único que no miró atrás fue Lot, yo
tampoco miré hacia atrás. Pero tenía la idea de no perder el camino. Me solté
la soga y la coloqué en el prado, justo un par de metros después del tronco del
árbol.
Comencé a bajar la pequeña depresión donde se encontraba el árbol y seguí
caminando por un espacio de diez minutos (sería todo un año si nos ponemos a
pensar en el tiempo), después me volví para mirar hacia atrás. Desde allí sólo
se veía el tronco, a lo lejos del viejo y enorme árbol el cual identifiqué como
de roble. El árbol era el más grande del lugar, pero había muchos más junto a
él, como guardianes en posición de firmes.
Seguí avanzando hacia el valle. Los colores naranjas pertenecían a plantas
con flores diminutas y me pregunté si aquello del oxígeno no sería también una
cuestión mental. No quería probar mi teoría así de sopetón, así que no me
atreví a quitarme la mascarilla de oxígeno.
Aunque el traje aquel me estorbaba un poco, y el peso del tanque de oxígeno
sobre mi espalda también era algo que no me permitía moverme con libertad,
avancé un par de kilómetros sobre aquel valle.
Comprobé que las leyes físicas allí, tales como la gravedad, la presión y
el viento eran similares a las de este lado. Toqué las plantas y a punto estuve
de quitarme la mascarilla de oxígeno para oler las flores aquellas de color
naranja que me parecieron muy parecidas a las margaritas. Al final opté por no
hacerlo.
Pero con respecto a la gravedad, era la misma de la tierra. No sentí ni
mayor, ni menor peso. Era como andar andando sobre la misma tierra de este
lado. Tomé un par de rocas, pequeñas, y las guardé en una de las bolsas del
traje buzo. De paso, y para no ser menos inquisitiva, tomé también un par de
flores. Y poco a poco ya tenía un montón de objetos en mis manos. Quería
obtener lo máximo de la experiencia.
Miré el reloj y calculé que ya habían pasado veinte minutos.
Era hora de regresar hacia el árbol que se veía desde allí apenas.
Giré con esta intención, pero con una preocupación: no había visto, por
ningún lugar ninguna fuente de agua. Y, sin embargo, las plantas crecían con
mucha libertad.
Tratando de no dejar caer ninguno de mis tesoros emprendí el regreso al
mismo ritmo que había empleado en bajar hasta el valle. Pero como era lógico,
al ir bajando el esfuerzo fue mínimo, de regreso era hacia arriba y aunque la
inclinación era mínima a unos cinco grados comencé a sentirme cansada. Ya fuera
por el peso del tanque de oxígeno o por las cosas recogidas en el lugar comencé
a ponerme exhausta. Y casi, casi entro en pánico.
“Serena, morena” me dije y ese pensamiento me tranquilizó un poco.
La linterna que traía en el cinturón me molestaba un poco y me la saqué,
pero al hacerlo se me cayeron algunas cosas recogidas en el campo. No les tomé
importancia. Lo importante era regresar al árbol.
El pánico que había sentido, a medida que bajé el ritmo, recordándome que
el tiempo lo controlaba yo, se fue apaciguando. Y eso me ayudó a recobrar las
fuerzas. Poco a poco me fui acercando al enorme árbol. Ahora que lo tenía de
frente me parecía no muy grande. Era, a fin de cuentas, un simple árbol mediano
con un tronco muy grueso. En efecto, era un roble.
Llegué hasta la puerta y miré hacia el otro lado. Todo marchaba de manera
normal y el sol del otro lado había salido pues su brillo entraba a través de
las ventanas abiertas. Me volví para tratar de descubrir el sol que alumbraba
aquel mundo. Pero, además de las nubes que estaban en lo alto, no se veía otra
cosa. En este lado, de este mundo, parecían ser las tres de la tarde.
Algo más: no me pareció escuchar ningún otro sonido que no fuera el de mi
propia respiración y ese ruido sibilante que hace el oxígeno al salir por la
boquilla. Como si en aquel mundo sólo existieran las plantas.
Me detuve un momento a observar con mayor detalle la puerta sobre el roble
y me pregunté si habría más en aquel mundo. Y ¿Cuánto duraría la noche?
Recordé, en aquel instante, que la primera vez allí era de noche.
Entré por la puerta y verifiqué la hora. Sólo había pasado una hora tal
como lo tenía previsto. Dije las palabras de las runas y la puerta se cerró.
Y eso fue todo. Pero de esa hora allá en ese mundo al cual aún no le
conocía el nombre, puedo sacar algunas conclusiones importantes. Por ejemplo,
allá también hay día y noche, hay plantas, hay tierra y piedras como las
nuestras. La gravedad funciona como aquí en la Tierra. El oxígeno está
contaminado o, no lo podemos asimilar con nuestros pulmones. Esto último lo
digo por el gato y por canario muertos. Además, las papas, los repollos, la
carne, al contacto con aquel ambiente se corrompen muy rápido.
Me he desnudado por completo y he observado mi cuerpo para investigar algún
cambio físico. No hay ninguno. Quizás la atmósfera de aquel mundo sólo afecta a
la materia muerta y a los vegetales de este lado. Pero está lo del gato y el
canario. Ellos entraron vivos y salieron muertos.
¿Acaso sólo afecta a los demás seres, pero no al ser humano?
Es otra incógnita más para la lista de las que ya tengo.
Estaré todo el mes sola, puedo hacer muchos más experimentos.
3 de noviembre 1962
He vuelto a entrar al mundo invisible.
No he podido ir muy lejos porque el tanque de oxígeno está casi agotado.
Voy a llenar este y conseguir un par más. Me pregunto si habrá vida allá al
otro lado. Pienso tomar el camino en vía contraria la próxima vez que entre.
Creo que puedo descubrir algo interesante. Y aunque no sé qué voy a hacer si me
encuentro con algún animal peligroso, voy a tomar el riesgo. Aún no sé mucho de
ese mundo, pero creo que es una gran oportunidad para la humanidad saber que
hay otros mundos allí ocultos y se puede llegar a ellos mediante este tipo de
puertas.
4 de noviembre 1962
Aún no he conseguido oxígeno. He bajado al pueblo y he puesto un telegrama
para que me provean de más. Quedaron en traérmelo dentro de dos días. Estoy
impaciente por hacer otra incursión dentro de ese mundo.
He estado revisando una escopeta de cuatro balas que mi padre tiene en su
dormitorio. No sería mala idea ir armada la próxima vez si pretendo internarme
entre los bosques. También está una pistola de seis tiros. Podría llevar las
dos armas por si acaso.
Si voy a ir en papel de investigadora al otro lado, en el mundo invisible,
tengo que ir preparada para lo peor, o lo mejor.
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