miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 10





El día previsto: 7 de diciembre, 1980, era domingo y la calle que conducía hacia el norte era poco transitada. Salieron del Hatillo a las ocho de la mañana después de almorzar. Don Esteban pasó por dos de sus empleados, los cuales con machetes se subieron en la parte trasera del pickup.
Justo medio kilómetro antes de llegar al portón de la propiedad, don Esteban detuvo el vehículo y le indicó a Néstor:
—Entre por ese cercado. La casa está detrás de esa loma. Puede meterse entre los árboles y cuando esté justo en la cima la verá. De allí bajar será lo mismo que subir. Recuerde la llave.
Néstor que debajo de la ropa normal de había colocado el pegajoso traje de buzo buscó en la bolsa de la camisa la llave. Allí estaba. Bajó y se colocó los dos botes de oxígeno en los hombros como si fueran una mochila. Tomó la bolsa de lona conteniendo la mascarilla y la linterna y se despidió del vehículo. Éste levantando una nube de polvo se perdió en una curva de calle blanca.
El hombre que parecía un fumigador de campos con aquellos chimbos en la espalda se metió por entre los arbustos. Al principio todo fue bien porque las plantas eran chaparras, pero a medida que comenzaba a trepar la empinada colina los mismos árboles parecían querer cerrarle el paso.
El sol era benigno a aquellas horas de la mañana, pero el peso sobre el hombro y el traje bajo la ropa, ya lo estaban haciendo sudar un poco.
Llegó a la cima de la colina unos veinte minutos después de que don Esteban lo dejara en el camino. Se detuvo a tomar un poco de aire y dejar que los latidos del corazón disminuyeran un poco. Sentía sobre la frente su palpitar. Respiró hondo y luego se abrió paso entre unos arbustos de rallos delgados y altos. Sobre él estaban los enormes pinos. La sombra de aquellos árboles era agradable y el ambiente parecía cargado de esa frescura y olores naturales. Volaban algunos insectos de aquí para allá tan despreocupados de la vida como deben hacer todos los insectos del universo.
Llegó, como le había dicho don Esteban, hasta la parte más alta de la colina y desde allí, por entre los árboles de pino y de roble vio el tejado de la casa, allá a unos cien metros más o menos de distancia. El automóvil se había detenido allá enfrente de la casa donde un enorme arco de madera cubría la parte superior de un portón de barrotes, muy grande.
Comenzó a andar hacia abajo, hacia la parte baja de la colina y desde allí, sin salirse ni un centímetro de entre la maleza caminó hasta estar justo detrás de la casa. Había sido un trayecto de más de veinticinco minutos debido a que no quería tocar ni una sola hoja (algo imposible) para no advertir de su presencia.
Y aunque en algún momento se había detenido a observar con muchísima atención hacia la alta yerba y no había observado ninguna sombra como las que decían se veían allí le pareció ver agitarse algunas zonas. Como si algo, o alguien, estuviera agazapado allí. Los hombres que llevara don Esteban estaban justo a la orilla de la calle, sin entrar en el terreno limpiando de hierbas aquel lugar.
“Sí no he regresado por la tarde –le había indicado a don Esteba— es que algo ha sucedido. Esperen un par de días y luego entren en la propiedad. Si perciben, aunque sea el mínimo peligro es que he fracasado”.
Habían sido unas palabras muy duras porque reflejaban la posibilidad de correr la misma suerte corrida por Humberto Maldonado. Pero también eran instrucciones muy claras.
Llegó justo a la parte trasera de la casa donde había dos puertas.
“La que está más cerca de una esquina –le había indicado don Esteban—es la que lleva a la cocina la que está justo en el centro es de la salita por donde usted quiere entrar”.
Bueno, no es que quisiera entrar, era que debía entrar.
Se agachó unos diez minutos a observar por entre los tallos de los árboles. El sol alumbraba muy amarillo todo, pero soplaba una suave brisa helada. Observó, sobre todo, las hierbas que debían de medir unos treinta centímetros de alto. Allí todo estaba quieto. Miró, también, con mucha atención hacia el tejado y las ventanas. Nada. Una simple casa casi abandonada a su suerte.
Del sitio donde él se encontraba hasta la casa había unos veinte metros más o menos. Observó que allí la hierba iba a ser un obstáculo algo peligroso para sus pies. Correr, o caminar por allí podría producir ruidos y hasta una caída. Ese era el último tramo antes de abrir la puerta. Pero le resultaba más peligroso que asomarse a una de las ventanas.
“No puedo ir saltando. Estos chunches harán demasiado ruido”
Sintió el peso de los tanques de oxígeno sobre su espalda y se los acomodó pacientemente.
Observó de pronto que un poco más allá, a unos veinte metros también, a su izquierda, parecía haber un sendero oculto entre la hierba. Lo siguió con la mirada y en efecto el sendero salía del mismo bosque donde él se ocultaba. Se incorporó de nuevo y avanzó hacia allá hasta dar con el sendero.
Cuando lo encontró pensó que quizás aquel sendero era el que unía alguna comunidad con la que fuera en el pasado una próspera hacienda. Y no estaba equivocado. Era un sendero de más o menos un metro de ancho y desde hacía mucho tiempo nadie lo transitaba.
“Aquí comienza todo” pensó mirando hacia la casa.
Sin detenerse, y como si su columna vertebral fuese de acero se dirigió hacia la casa por aquel maltrecho y descuidado sendero.
Llegó a la puerta indicada y el corazón le latía apresuradamente. Buscó la llave en la bolsa de la camisa y casi tiene un ataque de pánico cuando no la sintió.
“Dios mío” pensó.
Y cuando ya iba a dar la vuelta para batirse en retirada la palpó en la otra bolsa. Quizás eran los nervios, pero estaba buscando en la bolsa contraría.
Sacó la llave y con mucho cuidado para dominar el miedo la llevó hasta la cerradura. Con mucho cuidado, despacio pretendiendo hacer el mínimo ruido, comenzó a correr los seguros internos del llavín.
No hubo ruidos, gracias a Dios por esos favores.
Luego empezó a empujar muy despacio.
Temía que, con el abandono, las bisagras fueran a rechinar, pero tampoco lo hicieron. Respiró mentalmente por eso.
Se encontró, de inmediato, en una sala pequeña, pero muy bien amueblada: varias sillas y un sofá largo, varias mesitas a los lados. Era tal como se la había imaginado, más o menos. Su vista, no pudo evitarlo, mientras cerraba detrás de sí se fue directamente a la derecha donde estaba ese espacio tan temido. Allí, estaba un espacio abierto, sin puertas pero que sabía conducía hacia la cocina.
Cerró la puerta a sus espaldas con mucho cuidado. Se quedó quieto unos segundos tratando de percibir aquello que le dijera Carlos Aceituno: como si las paredes tuvieran ojos. O el ruido de la palmada. Pero allí no había nada.
Miró después hacia la izquierda. Allí estaba la puerta de la bodega. El corazón se le aceleró de alegría y de expectativa. Allí podría encontrar algunos elementos para completar su objetivo: cerrar aquella puerta que no se veía, pero que estaba allí.
Avanzó hacia esa segunda puerta. Estaba abierta como supuso. Supuestamente el último visitante había sido Humberto Maldonado. Lo primero que descubrió fue la puerta abierta y un cable saliendo de ella, tirado en el suelo.
Entró y la semioscuridad del lugar lo atemorizó. Las ventanas, en realidad una sola, porque las otras parecían cubiertas por varios cuadros colocados casi sobre ellas y las cortinas, alumbraban muy poco. Todo allí parecía un desorden.
Entró hasta donde estaban colocados algunos objetos que se unían a aquel cable que salía como si fueran hilos de una tela de araña. Miró hacia atrás, hacia la puerta y se preguntó si debía cerrarla. Decidió que no. Si alguno de aquellos seres estaba habituado a mirarla abierta el ver el cambio sería una señal de intrusión.
Avanzó hasta la ventana y con mucho cuidado la hizo a un lado la cortina para que entrara más luz. Después se quitó la camisa y el pantalón. Aquel traje era caliente y además tenía que preparar la boquilla por si tenía que usarla en caso de emergencia. Dejó la bolsa con la linterna a un lado y como si fuera a sumergirse colocó la mascarilla muy cerca de su boca y conectada a los tanques. Colocó, al mismo tiempo, la linterna en el cinturón. Tenía que moverse de prisa, pero no podía olvidar lo elemental.
Dejó que sus sentidos se pusieran en alerta por si escuchaba aquella especie de palmada que precedía a la aparición de alguno de aquellos seres y también trató de identificar esa sensación de estar siendo vigilado desde las paredes, pero no experimentó nada. Con la camisa se quitó el sudor de la frente y miró aquellos bultos.
En alguno de ellos debía de haber un diario, un libro o algo para abrir y cerrar puertas.
Los bultos estaban cubiertos con frazadas comunes.
Muchos caballetes y cuadros yacían apilados unos encima de otros junto a las paredes. Quería echarles un ojo, pero no tenía tiempo para aquellas cosas. Agudizó un poco más el oído tratando de escuchar algún sonido extraño. Nada. Todo parecía calmo y libre de cualquier influencia rara. Quizás, si los había, los seres aquellos estaban atentos a las personas que estaban haciendo ruido a pocos metros de ellos.
Néstor se puso a quitar de encima de los bultos las frazadas. Fueron apareciendo cajas y más cajas, algunas de cartón, pero la mayoría de madera. Había por los menos unas veinte. En algunas notó que sólo era ropa, zapatos. Esas las desechó de inmediato y fue a las que supuso tendrían libros.
Había cajas selladas que anunciaban pinturas en sus etiquetas, esas tampoco las tomó en cuenta, por los menos por el momento. Si no encontraba nada en las que suponía deberían de contener cosas importantes, y si le daban tiempo, tendría que registrar estas últimas.
Fue hurgando las cajas que contenían libros, pero estos parecían libros comunes y no tenían ni siquiera apuntes al margen.
En poco tiempo sudaba a mares y sentía que el tiempo se le estaba agotando. Aún no había escuchado nada raro, ni esperaba hacerlo, pero estaba convencido de que el tiempo corría a demasiada prisa. En ese momento recordó las reflexiones de Azucena acerca del tiempo: quien espera algo por lo general si es la muerte o ser sorprendido suele acelerar el tiempo, pero quien espera algo bueno suele retrasarlo.
Se detuvo unos instantes y se repitió, como quizás lo había hecho Azucena hacía más de veinte años atrás: estoy tranquilo, estoy tranquilo, estoy tranquilo. Tengo tiempo suficiente.
Eso pareció ayudarle un poco y bajo el ritmo de sus movimientos. Quizás, por andar acelerado ya se le hubiera ido algo importante.
“Tengo todo el tiempo del mundo” se repetía como en un coro interno.
Así, fueron pasando los minutos.
A las once de la mañana ya había registrado más de cinco cajas y ahora iba por otra, pero le llamó fuertemente la atención un tonel hecho de cartón que estaba pegado casi al final del pequeño pasillo que llegaba hasta el fondo. Se acercó a él caminando con mucha suavidad para no dejar caer algo por error.
Sobre la tapa del tonel de cartón había una cesta cargada de ropas viejas de hombre. La quitó, también con mucho cuidado, y la colocó sobre otras cajas. La tapadera del tonel era de cartón también, pero tenía una anilla de hierro. Para abrirlo había que mover un seguro que parecía muy grande. Antes de tocarlo observó con mucha atención lo que debía de mover.
Con el mismo cuidado con el cual moviera la cesta buscó el seguro de la anilla y lo tiró. El corazón casi se le detiene al escuchar un pequeño chirrido producido por la misma anilla.
“Oh, cielos” –pensó esperando.
Nada. Después de un minuto continuó tirando de la anilla, pero muy, muy lentamente hasta que, también con un cuidado de cirujano, retiró la tapadera.
En el interior había papeles sueltos, cartas, notas, bocetos y cosas que Néstor estuvo seguro necesitaría un par de días para revisar. Lastimosamente no tenía todo aquel tiempo. Debía encontrar lo que quería de inmediato.
Sin perder más tiempo comenzó a sacar los papeles. Encontró notas escritas a mano que tenían que ver con pinturas. La caligrafía era variada, como si allí, dentro de ese tonel estuvieran guardadas las letras de toda la familia Landa por muchas generaciones. Y el papel grueso y amarillo demostraba justamente eso: eran papeles muy viejos. Excepto los dibujos hechos a mano que parecían acabados de hacer.
Algunas notas las reconoció enseguida, pertenecían a Azucena. Las reconoció por la caligrafía.
En algunas se detuvo un momento más largo que en otras para descubrir su contenido. Pero no, no había mucho allí. Y lo malo era que el tonel aquel medía más de un metro de altura y cada qué vez que sacaba un papel parecía que aparecían otros dos.
Cuando llegó a la mitad del tonel, un gran cerro de documentos descansaba junto a su pierna derecha.
“Esto no tiene caso” pensó con desesperación. Volvió a pensar en lo del tiempo y la mente y se calmó”
Ya iba a darse por vencido con aquello del tonel cuando lo vio.
Era un libro parecido a los que había estado leyendo días atrás. Era el lomo de un diario. El corazón volvió a animársele. Lo tomó y lo abrió. Sí, era un diario.
Se acercó a la ventana para que la luz del exterior le ayudara más en la distinción de las palabras y los números.
“Este debe ser” se dijo emocionado.
Comenzó a leer y no quedó decepcionado, pues desde la primera entrada parecía retomar lo abandonado en el diario anterior. Éste era la continuación de aquel y con ojos frenéticos y dedos sudorosos comenzó su lectura.
Eran casi las tres de la tarde cuando terminó de leerlo. La luz del exterior, para entonces parecía haber disminuido a un nivel muy alto. No había sentido el paso del tiempo, porque su mente estaba lejos, muy lejos de aquel lugar.
“Entonces es la única forma”
PLAF
El sonido de la palmada llegó hasta sus oídos y comprendió el significado.

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