“Preguntarle a don Esteban acerca de un posible libro escrito por su
hermana” escribió Néstor Vladimir en una línea de su libreta de apuntes.
Se saltó un par de páginas que consideró
irrelevantes y siguió releyendo lo leído:
23 de abril 1962
Voy a entrar. Estoy decidida a ir por lo menos una vez y no me importan las
consecuencias. Sólo entraré y saldré. Un paso, miro, vuelvo atrás.
He conseguido un tanque de oxígeno de buceo. Mi padre me ha preguntado para
que lo quiero y le he dicho la mentira más descarada que se me pudo ocurrir en
el momento: quiero hacer unos cuadros con objetos extraños. No ha dicho nada y
me ha dejado estar como siempre.
Así que el primero de mayo, cuando mi padre va a Tegucigalpa por una semana,
voy a intentarlo. Sí.
Lunes, 7 de mayo 1962
Lo logré. He visto lo que hay del otro lado. Acabo de volver.
Quiero escribir todo lo sucedido, que en mi conciencia es apenas un par de
segundos, pero para este mundo fueron casi siete días.
Mi padre se fue el primero de mayo muy temprano. En cuanto sentí que
encendía el motor de la camioneta, me levanté y preparé todo.
El oxígeno estaba full, como aún sigue estándolo. Ya les explico por qué.
Antes de ponerme el traje especial, que no es más que el del mismo hombre
rana, sin las aletas por supuesto, preparé todo: la cámara, la jaula con un
pequeño canario (sí llevé un canario para observar sus reacciones), y sobre
todo até una enorme cuerda a mi cintura por un extremo y por el otro a una de
las columnas que sobresalen cerca de la estufa.
El punto exacto para abrir la puerta está justo entre la cocina y la
salita. Es como si el mismo marco que divide las dos piezas fuera la puerta
misma. Así que, si alguien entraba a la casa durante esos momentos, segundos
(porque esa era la idea: dos segundos máximos al otro lado de la puerta) lo
único que iba a ver era una soga cortada por la mitad justo debajo del marco de
la puerta que divide la sala de la cocina.
Tomé un reloj de pulsera y lo coloqué, junto al de mi muñeca. Los coordiné
hasta que los mismos segundos corrían en el uno y el otro. La misma fecha, la
misma hora, los mismos segundos. Seis de la mañana y diez minutos. Martes, uno
de mayo.
Cerré todas las puertas con llave desde adentro y me sentía como alguien
que va a cometer un delito.
Me coloqué todo: el traje de buzo, unas botas de cuero que me regaló mi
hermano y muy cómodas, el tanque de oxígeno al hombro, la mascarilla en la
boca, los anteojos de buceo (quizás el aire del otro lado era tóxico), por si
acaso, la jaula del canario y en una mano y la cámara lista para tomar fotos en
la mano derecha.
Cree la puerta con las runas necesarias, respiré hondo y di el primer paso.
Es necesario que me detenga un poquito aquí a recordar las sensaciones.
Es en el momento de atravesar la puerta cuando el cuerpo parece recibir una
pequeña carga de electricidad. Dicha carga de electricidad, en el organismo se
transforma en una especie de fiebre rápida que hace que todo el cuerpo tiemble
desde adentro hacia afuera, como un escalofrío, agradable y desagradable a la
vez. Esa es la sensación: de escalofrío de fiebre. Es muy rápida.
Pasé la puerta, entonces y ante mis ojos lo primero que apareció fue una
niebla blanca y lechosa, como la que muestran las fotografías tomadas el año pasado.
Pero era una niebla muy rápida y se hizo a un lado para mostrarme, como si de
una cortina se tratara un valle enorme cubierto de rocas negras y brillantes.
Era de noche, por lo visto y me dije que quizás una linterna hubiera sido
adecuada.
A través del traje sentí un frío glacial que de inmediato penetró en mi
piel atravesando la gruesa piel sintética del traje de buzo.
Lo que puedo recordar es esa visión oscura de piedras bajo un cielo negro y
sin estrellas. Ya llevaba un segundo, creo. Me di la vuelta y ante mí estaba un
inmenso, el árbol más inmenso que haya visto en mi vida. Y de allí, se veía
hacia mi mundo la cocina.
Era una visión terrible.
Terrible porque podía ver hacia afuera por las ventanas y veía la hierba
crecer a un ritmo acelerado y la luz se apagaba y encendía a una velocidad
vertiginosa. En mi mente asocié aquellas luces encendiéndose y apagándose a las
salidas y puestas del sol. Entonces sí, el tiempo de este lado corría más
despacio y allá, más rápido. Pero no entendía, entonces, lo del gato.
Avancé hacia la puerta y penetré en la puerta que semejaba una caverna
abierta en la corteza del árbol. Era de unos dos metros de alto y dos de ancho.
Guardé la imagen en mi memoria, porque más adelante pienso hacer un cuadro al
respecto.
Entré de nuevo en mi mundo y éste pareció detenerse justo cuando penetré
hacia acá su movimiento vertiginoso. Eran las dos de la madrugada del día
lunes, siete de mayo.
Cerré la puerta con las palabras adecuadas y los movimientos correctos
antes de ponerme a especular cualquier cosa. La cuerda de mi cintura no me
había servido de nada, pero nunca estaba de más ser precavida.
Coloqué la jaula del canario sobre la mesa de la cocina y luego mientras me
desataba la cuerda me quité el reloj que llevaba en la muñeca y lo coloqué
junto al otro que parecía haber adquirido un poco de polvo. En el mío la hora
seguía siendo casi la misma: Seis de la mañana, diez minutos, quince segundos.
Martes, uno de mayo. En el de la mesa: lunes, siete de mayo, dos y veinte de la
mañana.
Me senté en una de las sillas que están alrededor de la mesa que nos sirve
de comedor y mientras trataba de asumir la realidad me terminé de desatar la
soga de la cintura.
En otras palabras, me estaba deshaciendo de lo que me impidiera moverme con
facilidad. Coloqué la inútil cámara fotográfica también sobre la mesa y me
senté a pensar en los dos supuestos segundos del otro lado y lo que habían
representado aquí en mi mundo.
Dos segundos allá era una semana completa acá. Una barbaridad de tiempo.
Pero no podía entender porque la cámara parecía haber envejecido cuando la
envíe sobre el palo de escoba como si el tiempo fuera más rápido allá y más
lento acá.
Son preguntas que seguramente poco a poco iré respondiéndome.
Lo cierto es que tengo mucho por pensar y replantearme en cuanto al
transcurrir del tiempo tanto allá como acá.
Mi padre no ha regresado de Tegucigalpa, pero pronto lo hará. Aún es de
madrugada al escribir estas palabras y los gallos han comenzado a cantar a lo
lejos. No me siento cansada porque para mí sólo han transcurrido un par de
segundos.
El canario en la jaula está muerto. El oxígeno del otro lado es venenoso.
No me he fijado en él hasta después de ver los relojes. Ha sido una buena idea
llevar oxígeno. Quizás sin él hubiera muerto en el instante.
Aún quedan muchas cosas por contestar y muchos experimentos por hacer.
Tengo miedo, pero al mismo tiempo estoy emocionada.
Jueves, 23 de julio de 1962
Como me gustaría tener una cámara de esas que dicen están fabricando los
japoneses para hacer videos. Dicen que son carísimas y que pesan una
barbaridad, pero con un poco de paciencia pueden grabar imágenes como en las
películas.
Bueno, habrá que esperar un poco más.
Pero me imagino que con una cámara podría grabar muchos segundos allá sin
miedo a que aquí pase el tiempo. Lo que no entiendo es porque cuando envío
objetos allá vuelven aquí como si allá hubiera pasado mucho tiempo y aquí casi
nada.
He estado probando con objetos.
Desde que regresé de la experiencia de los dos segundos allá, no me he
atrevido a cruzar la puerta. Aquello fue una semana aquí, pero si me fuera,
cinco segundos, o más se me daría por perdida aquí. Si viviera completamente
sola eso sería fácil, pero está mi padre.
Otra cuestión a resolver es porque de allá se ve para acá, pero de acá no
se puede ver para allá. Uno se sienta aquí casi enfrente del marco de la puerta
que divide la sala con la cocina, abre la puerta y puede ver una especie de
vaho que flota enfrente de uno y por eso se entera que la puerta está allí,
pero de allá para acá se ve todo. A una gran velocidad. ¿Por qué será eso?
Bueno. He hecho algunos experimentos enviando objetos que luego he
recuperado.
Gracias a mi amiga la soga, y a solas, me he sentado varias veces a hacer
experimentos. Llevo las anotaciones en hojas aparte, pero podría resumir lo
siguiente: los objetos del otro lado envejecen muy rápido y ya sé porque: el
tiempo. Y no sé porque funciona así. Porque si yo lanzo un objeto allá, digamos
durante diez minutos, el objeto debería de apenas aparecer allá un microsegundo
y luego volver acá. Pero si lo dejo un día completo, como ya he hecho, aquí
debería de haber pasado años para el objeto si éste tuviera vida y consciencia,
pero sólo un día para el objeto allá.
Es algo muy curioso.
Bueno, he lanzado papas, repollos, rábanos, zanahorias, trozos de carne,
piedras, palos, ramas… lo que se pueda ocurrir y siempre que vuelven acá están
o podridos o casi convertidos en agua, por lo menos los vegetales, la carne
cubierta de gusanos o simplemente podrida.
Entonces he llegado a la conclusión, un poco ilógica de que allá el tiempo
corre más rápido que aquí. Pero si alguien está del otro lado e hiciera los
mismos experimentos que yo hago acá obtendría los mismos resultados: el tiempo
del otro lado va más rápido. ¿Pero, por qué?
Esa es la pregunta del millón. Seguro.
***
Néstor quien estaba emocionado hasta la quinta
esencia con aquellas revelaciones parecía excitado sobremanera y quería seguir
leyendo y releyendo aquel maravilloso diario, pero fue interrumpido por don
Esteban a las siete de la noche para la cena.
Cerró el diario y bajó al comedor.
Comió despacio y pensando en las palabras de la
hermana de aquel hombre que tenía enfrente. No quería abordar el tema de sus
descubrimientos en presencia de la señora de la casa, porque según él se ponía
muy nerviosa al escuchar el nombre de su hermana.
Néstor recordó algunas palabras de Azucena con
respecto a su cuñada y comprendió que esa rivalidad venía de lejos. No quería
estropear el momento. Además, el negocio, si es que se le podía llamar así, era
con don Esteban Landa.
Así pues, comió despacio y sin mencionar nada de lo
encontrado hasta el momento.
—¿Qué le parece su habitación? –preguntó Mildred
Fellini, la esposa de don Esteban.
—Excelente –respondió de inmediato Néstor al
momento de echarse en la boca un pedazo de pan con mantequilla—, no puedo pedir
más. Muchas gracias.
—¿Y qué tal con lo de la casa? –preguntó la mujer
sin apartar la mirada del hombre.
Don Esteban le miró como diciéndole que le dijera
que todo bien.
—Ah, todo bien. Creo que puedo ayudarles.
—Oh, gracias –dijo la mujer emocionada— es un buen
lío ese. ¿Le ha contado mi esposo que se perdió un hombre el año pasado allí?
—Sí.
—¿Y cree que le podrá encontrar? Su esposa y sus
hijos están todavía con la esperanza de que se le encuentre.
“Lo dudo” pensó, pero dijo:
—Ya veremos…
Don Esteban que conocía el carácter de su esposa
metió otro tema a colación:
—Usted es hondureño, ¿verdad?
—Sí, de padre y madre…
Y por allí se decantó la plática hasta darse cuenta
que de alguna manera ellos habían conocido a sus padres.
La cena terminó un poco después de las ocho de la
noche. Néstor estaba urgido por preguntarle algo a don Esteban, y tuvo que
tener paciencia.
Cuando los hombres al fin volvieron a quedar solos.
Salieron a un balcón del segundo piso donde don Esteban tenía su estudio de
trabajo. Este estudio estaba por la parte trasera de la casa. Casi suspendido
sobre un barranco y el alto muro que protegía la propiedad.
—¿Quiero hacerle un par de preguntas? –le dijo Néstor
apenas se habían colocado de pie en el balcón a mirar hacia la ciudad que allá
abajo, con sus lucecitas parpadeantes parecía un enorme árbol de navidad.
—Dígame –dijo el hombre.
—He estado echándole un ojo a todas las cosas que
tiene de su hermana. Y entre esas cosas he descubierto tres diarios personales.
—¡¿De veras?! –dijo el hombre visiblemente
interesado.
—Sí y en uno de ellos menciona, además de sus
actividades de artista la redacción de un manuscrito con miras a la
publicación. ¿Publicó algo ella en vida?
Don Esteban miró hacia las luces de la ciudad,
parecía estar pensando un poco al respecto.
—Pues… que yo recuerde, no. Nunca publicó algo así
como un libro o algo parecido… no. A veces, al inicio de su carrera recibía
periodistas que la entrevistaban acerca de su obra, y salía de vez en cuando
algún artículo, pero no, ella nunca publicó nada.
—Ya. Me imagino que si tuvo la intención de
publicar se lo habrá comentado a alguien… ¿A su padre por ejemplo?
—Es posible, pero mi padre jamás me comentó eso a
mí.
—¿Y si escribió algo, ese algo debe estar en La
Casona?
—Sí, es probable. Lastimosamente no pude traerme
todas sus cosas. Solo esas pinturas y esos libros. Era lo que más a la mano
estaba. Todo eso lo tomé de su dormitorio, pero sé que, en la bodega, junto a
la salita de estar, tenía varias pinturas, y material de trabajo… quizás allí,
en alguno de los cajones, si escribió algo…
—Sí, es lo más seguro –dijo con pesar Néstor.
—Lo que le dijo a mi esposa acerca de encontrar con
vida a ese hombre… ¿será posible? –dijo esperanzado don Esteban.
—No lo creo. Si mis conjeturas son ciertas, y por
lo que he leído de mano de su hermana, es probable que ese hombre ¿Cómo se
llamaba?
—Humberto Maldonado.
—Es probable que Humberto Maldonado muriera en el
mismo momento de cruzar esa puerta…
—No entiendo lo que dice, pero si encuentra la
manera de terminar con lo que sucede en La Casona… me sentiría más seguro. Temo
que algo pueda suceder en El Ocotal y que toda la responsabilidad recaiga en La
Casona.
—Eso es lo que estoy buscando, la forma de terminar
con eso… y los escritos de su hermana me van a ayudar mucho se lo aseguro.
—¿Quiere que mañana vayamos allá?
—No, preferiría primero, analizar más a fondo, de
lejos, como si se tratara de una fiera peligrosa los sucesos… y como le digo,
las cosas que tengo de su hermana me están ayudando mucho. Voy entendiendo lo
que sucedes. Mañana, si es posible, me gustaría hablar con el otro hombre que
acompañó a Humberto Maldonado a La Casona. Según me dijo usted, él mismo tuvo su
propia experiencia con el fenómeno.
—Así es. Déjeme hablar a la Agencia de
Investigaciones Paranormales, para saber si puede atendernos mañana.
—Ok. Me parece bien.
Y se retiró a hacer un par de llamadas mientras
Néstor miraba hacia la distante ciudad parpadeante.
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