miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 5





“Preguntarle a don Esteban acerca de un posible libro escrito por su hermana” escribió Néstor Vladimir en una línea de su libreta de apuntes.
Se saltó un par de páginas que consideró irrelevantes y siguió releyendo lo leído:

23 de abril 1962
Voy a entrar. Estoy decidida a ir por lo menos una vez y no me importan las consecuencias. Sólo entraré y saldré. Un paso, miro, vuelvo atrás.
He conseguido un tanque de oxígeno de buceo. Mi padre me ha preguntado para que lo quiero y le he dicho la mentira más descarada que se me pudo ocurrir en el momento: quiero hacer unos cuadros con objetos extraños. No ha dicho nada y me ha dejado estar como siempre.
Así que el primero de mayo, cuando mi padre va a Tegucigalpa por una semana, voy a intentarlo. Sí.

Lunes, 7 de mayo 1962
Lo logré. He visto lo que hay del otro lado. Acabo de volver.
Quiero escribir todo lo sucedido, que en mi conciencia es apenas un par de segundos, pero para este mundo fueron casi siete días.
Mi padre se fue el primero de mayo muy temprano. En cuanto sentí que encendía el motor de la camioneta, me levanté y preparé todo.
El oxígeno estaba full, como aún sigue estándolo. Ya les explico por qué.
Antes de ponerme el traje especial, que no es más que el del mismo hombre rana, sin las aletas por supuesto, preparé todo: la cámara, la jaula con un pequeño canario (sí llevé un canario para observar sus reacciones), y sobre todo até una enorme cuerda a mi cintura por un extremo y por el otro a una de las columnas que sobresalen cerca de la estufa.
El punto exacto para abrir la puerta está justo entre la cocina y la salita. Es como si el mismo marco que divide las dos piezas fuera la puerta misma. Así que, si alguien entraba a la casa durante esos momentos, segundos (porque esa era la idea: dos segundos máximos al otro lado de la puerta) lo único que iba a ver era una soga cortada por la mitad justo debajo del marco de la puerta que divide la sala de la cocina.
Tomé un reloj de pulsera y lo coloqué, junto al de mi muñeca. Los coordiné hasta que los mismos segundos corrían en el uno y el otro. La misma fecha, la misma hora, los mismos segundos. Seis de la mañana y diez minutos. Martes, uno de mayo.
Cerré todas las puertas con llave desde adentro y me sentía como alguien que va a cometer un delito.
Me coloqué todo: el traje de buzo, unas botas de cuero que me regaló mi hermano y muy cómodas, el tanque de oxígeno al hombro, la mascarilla en la boca, los anteojos de buceo (quizás el aire del otro lado era tóxico), por si acaso, la jaula del canario y en una mano y la cámara lista para tomar fotos en la mano derecha.
Cree la puerta con las runas necesarias, respiré hondo y di el primer paso.
Es necesario que me detenga un poquito aquí a recordar las sensaciones.
Es en el momento de atravesar la puerta cuando el cuerpo parece recibir una pequeña carga de electricidad. Dicha carga de electricidad, en el organismo se transforma en una especie de fiebre rápida que hace que todo el cuerpo tiemble desde adentro hacia afuera, como un escalofrío, agradable y desagradable a la vez. Esa es la sensación: de escalofrío de fiebre. Es muy rápida.
Pasé la puerta, entonces y ante mis ojos lo primero que apareció fue una niebla blanca y lechosa, como la que muestran las fotografías tomadas el año pasado. Pero era una niebla muy rápida y se hizo a un lado para mostrarme, como si de una cortina se tratara un valle enorme cubierto de rocas negras y brillantes. Era de noche, por lo visto y me dije que quizás una linterna hubiera sido adecuada.
A través del traje sentí un frío glacial que de inmediato penetró en mi piel atravesando la gruesa piel sintética del traje de buzo.
Lo que puedo recordar es esa visión oscura de piedras bajo un cielo negro y sin estrellas. Ya llevaba un segundo, creo. Me di la vuelta y ante mí estaba un inmenso, el árbol más inmenso que haya visto en mi vida. Y de allí, se veía hacia mi mundo la cocina.
Era una visión terrible.
Terrible porque podía ver hacia afuera por las ventanas y veía la hierba crecer a un ritmo acelerado y la luz se apagaba y encendía a una velocidad vertiginosa. En mi mente asocié aquellas luces encendiéndose y apagándose a las salidas y puestas del sol. Entonces sí, el tiempo de este lado corría más despacio y allá, más rápido. Pero no entendía, entonces, lo del gato.
Avancé hacia la puerta y penetré en la puerta que semejaba una caverna abierta en la corteza del árbol. Era de unos dos metros de alto y dos de ancho. Guardé la imagen en mi memoria, porque más adelante pienso hacer un cuadro al respecto.
Entré de nuevo en mi mundo y éste pareció detenerse justo cuando penetré hacia acá su movimiento vertiginoso. Eran las dos de la madrugada del día lunes, siete de mayo.
Cerré la puerta con las palabras adecuadas y los movimientos correctos antes de ponerme a especular cualquier cosa. La cuerda de mi cintura no me había servido de nada, pero nunca estaba de más ser precavida.
Coloqué la jaula del canario sobre la mesa de la cocina y luego mientras me desataba la cuerda me quité el reloj que llevaba en la muñeca y lo coloqué junto al otro que parecía haber adquirido un poco de polvo. En el mío la hora seguía siendo casi la misma: Seis de la mañana, diez minutos, quince segundos. Martes, uno de mayo. En el de la mesa: lunes, siete de mayo, dos y veinte de la mañana.
Me senté en una de las sillas que están alrededor de la mesa que nos sirve de comedor y mientras trataba de asumir la realidad me terminé de desatar la soga de la cintura.
En otras palabras, me estaba deshaciendo de lo que me impidiera moverme con facilidad. Coloqué la inútil cámara fotográfica también sobre la mesa y me senté a pensar en los dos supuestos segundos del otro lado y lo que habían representado aquí en mi mundo.
Dos segundos allá era una semana completa acá. Una barbaridad de tiempo. Pero no podía entender porque la cámara parecía haber envejecido cuando la envíe sobre el palo de escoba como si el tiempo fuera más rápido allá y más lento acá.
Son preguntas que seguramente poco a poco iré respondiéndome.
Lo cierto es que tengo mucho por pensar y replantearme en cuanto al transcurrir del tiempo tanto allá como acá.
Mi padre no ha regresado de Tegucigalpa, pero pronto lo hará. Aún es de madrugada al escribir estas palabras y los gallos han comenzado a cantar a lo lejos. No me siento cansada porque para mí sólo han transcurrido un par de segundos.
El canario en la jaula está muerto. El oxígeno del otro lado es venenoso. No me he fijado en él hasta después de ver los relojes. Ha sido una buena idea llevar oxígeno. Quizás sin él hubiera muerto en el instante.
Aún quedan muchas cosas por contestar y muchos experimentos por hacer. Tengo miedo, pero al mismo tiempo estoy emocionada.

Jueves, 23 de julio de 1962
Como me gustaría tener una cámara de esas que dicen están fabricando los japoneses para hacer videos. Dicen que son carísimas y que pesan una barbaridad, pero con un poco de paciencia pueden grabar imágenes como en las películas.
Bueno, habrá que esperar un poco más.
Pero me imagino que con una cámara podría grabar muchos segundos allá sin miedo a que aquí pase el tiempo. Lo que no entiendo es porque cuando envío objetos allá vuelven aquí como si allá hubiera pasado mucho tiempo y aquí casi nada.
He estado probando con objetos.
Desde que regresé de la experiencia de los dos segundos allá, no me he atrevido a cruzar la puerta. Aquello fue una semana aquí, pero si me fuera, cinco segundos, o más se me daría por perdida aquí. Si viviera completamente sola eso sería fácil, pero está mi padre.
Otra cuestión a resolver es porque de allá se ve para acá, pero de acá no se puede ver para allá. Uno se sienta aquí casi enfrente del marco de la puerta que divide la sala con la cocina, abre la puerta y puede ver una especie de vaho que flota enfrente de uno y por eso se entera que la puerta está allí, pero de allá para acá se ve todo. A una gran velocidad. ¿Por qué será eso?
Bueno. He hecho algunos experimentos enviando objetos que luego he recuperado.
Gracias a mi amiga la soga, y a solas, me he sentado varias veces a hacer experimentos. Llevo las anotaciones en hojas aparte, pero podría resumir lo siguiente: los objetos del otro lado envejecen muy rápido y ya sé porque: el tiempo. Y no sé porque funciona así. Porque si yo lanzo un objeto allá, digamos durante diez minutos, el objeto debería de apenas aparecer allá un microsegundo y luego volver acá. Pero si lo dejo un día completo, como ya he hecho, aquí debería de haber pasado años para el objeto si éste tuviera vida y consciencia, pero sólo un día para el objeto allá.
Es algo muy curioso.
Bueno, he lanzado papas, repollos, rábanos, zanahorias, trozos de carne, piedras, palos, ramas… lo que se pueda ocurrir y siempre que vuelven acá están o podridos o casi convertidos en agua, por lo menos los vegetales, la carne cubierta de gusanos o simplemente podrida.
Entonces he llegado a la conclusión, un poco ilógica de que allá el tiempo corre más rápido que aquí. Pero si alguien está del otro lado e hiciera los mismos experimentos que yo hago acá obtendría los mismos resultados: el tiempo del otro lado va más rápido. ¿Pero, por qué?
Esa es la pregunta del millón. Seguro.

***

Néstor quien estaba emocionado hasta la quinta esencia con aquellas revelaciones parecía excitado sobremanera y quería seguir leyendo y releyendo aquel maravilloso diario, pero fue interrumpido por don Esteban a las siete de la noche para la cena.
Cerró el diario y bajó al comedor.
Comió despacio y pensando en las palabras de la hermana de aquel hombre que tenía enfrente. No quería abordar el tema de sus descubrimientos en presencia de la señora de la casa, porque según él se ponía muy nerviosa al escuchar el nombre de su hermana.
Néstor recordó algunas palabras de Azucena con respecto a su cuñada y comprendió que esa rivalidad venía de lejos. No quería estropear el momento. Además, el negocio, si es que se le podía llamar así, era con don Esteban Landa.
Así pues, comió despacio y sin mencionar nada de lo encontrado hasta el momento.
—¿Qué le parece su habitación? –preguntó Mildred Fellini, la esposa de don Esteban.
—Excelente –respondió de inmediato Néstor al momento de echarse en la boca un pedazo de pan con mantequilla—, no puedo pedir más. Muchas gracias.
—¿Y qué tal con lo de la casa? –preguntó la mujer sin apartar la mirada del hombre.
Don Esteban le miró como diciéndole que le dijera que todo bien.
—Ah, todo bien. Creo que puedo ayudarles.
—Oh, gracias –dijo la mujer emocionada— es un buen lío ese. ¿Le ha contado mi esposo que se perdió un hombre el año pasado allí?
—Sí.
—¿Y cree que le podrá encontrar? Su esposa y sus hijos están todavía con la esperanza de que se le encuentre.
“Lo dudo” pensó, pero dijo:
—Ya veremos…
Don Esteban que conocía el carácter de su esposa metió otro tema a colación:
—Usted es hondureño, ¿verdad?
—Sí, de padre y madre…
Y por allí se decantó la plática hasta darse cuenta que de alguna manera ellos habían conocido a sus padres.
La cena terminó un poco después de las ocho de la noche. Néstor estaba urgido por preguntarle algo a don Esteban, y tuvo que tener paciencia.
Cuando los hombres al fin volvieron a quedar solos. Salieron a un balcón del segundo piso donde don Esteban tenía su estudio de trabajo. Este estudio estaba por la parte trasera de la casa. Casi suspendido sobre un barranco y el alto muro que protegía la propiedad.
—¿Quiero hacerle un par de preguntas? –le dijo Néstor apenas se habían colocado de pie en el balcón a mirar hacia la ciudad que allá abajo, con sus lucecitas parpadeantes parecía un enorme árbol de navidad.
—Dígame –dijo el hombre.
—He estado echándole un ojo a todas las cosas que tiene de su hermana. Y entre esas cosas he descubierto tres diarios personales.
—¡¿De veras?! –dijo el hombre visiblemente interesado.
—Sí y en uno de ellos menciona, además de sus actividades de artista la redacción de un manuscrito con miras a la publicación. ¿Publicó algo ella en vida?
Don Esteban miró hacia las luces de la ciudad, parecía estar pensando un poco al respecto.
—Pues… que yo recuerde, no. Nunca publicó algo así como un libro o algo parecido… no. A veces, al inicio de su carrera recibía periodistas que la entrevistaban acerca de su obra, y salía de vez en cuando algún artículo, pero no, ella nunca publicó nada.
—Ya. Me imagino que si tuvo la intención de publicar se lo habrá comentado a alguien… ¿A su padre por ejemplo?
—Es posible, pero mi padre jamás me comentó eso a mí.
—¿Y si escribió algo, ese algo debe estar en La Casona?
—Sí, es probable. Lastimosamente no pude traerme todas sus cosas. Solo esas pinturas y esos libros. Era lo que más a la mano estaba. Todo eso lo tomé de su dormitorio, pero sé que, en la bodega, junto a la salita de estar, tenía varias pinturas, y material de trabajo… quizás allí, en alguno de los cajones, si escribió algo…
—Sí, es lo más seguro –dijo con pesar Néstor.
—Lo que le dijo a mi esposa acerca de encontrar con vida a ese hombre… ¿será posible? –dijo esperanzado don Esteban.
—No lo creo. Si mis conjeturas son ciertas, y por lo que he leído de mano de su hermana, es probable que ese hombre ¿Cómo se llamaba?
—Humberto Maldonado.
—Es probable que Humberto Maldonado muriera en el mismo momento de cruzar esa puerta…
—No entiendo lo que dice, pero si encuentra la manera de terminar con lo que sucede en La Casona… me sentiría más seguro. Temo que algo pueda suceder en El Ocotal y que toda la responsabilidad recaiga en La Casona.
—Eso es lo que estoy buscando, la forma de terminar con eso… y los escritos de su hermana me van a ayudar mucho se lo aseguro.
—¿Quiere que mañana vayamos allá?
—No, preferiría primero, analizar más a fondo, de lejos, como si se tratara de una fiera peligrosa los sucesos… y como le digo, las cosas que tengo de su hermana me están ayudando mucho. Voy entendiendo lo que sucedes. Mañana, si es posible, me gustaría hablar con el otro hombre que acompañó a Humberto Maldonado a La Casona. Según me dijo usted, él mismo tuvo su propia experiencia con el fenómeno.
—Así es. Déjeme hablar a la Agencia de Investigaciones Paranormales, para saber si puede atendernos mañana.
—Ok. Me parece bien.
Y se retiró a hacer un par de llamadas mientras Néstor miraba hacia la distante ciudad parpadeante.

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