miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 3





Llegó a Honduras a inicios de diciembre de mil novecientos ochenta. Lo primero que notó fue el clima político del país. Mientras que en Norteamérica se respiraban las tensiones de la guerra fría, aún, en Honduras gobernaban los militares en la supuesta trayectoria hacia la democracia. Un tal Policarpo Paz García era ahora el dueño del poder cedido por otro militar de la misma calaña.
El clima en general era el de la mayoría de países latinoamericanos de la época: supresión de la expresión del libre pensamiento. Y de vez en cuando surgía alguien que quería alzar su voz y luego le bajaban la voz desapareciéndolo. Bonita manera de mantener el poder que no ha variado mucho, sólo han cambiado los métodos de cerrar las bocas. Si antes era por medio de la violencia ahora es por medio del dinero.
Pero, esta cuestión política no nos interesa en este momento.
Néstor Vladimir Alvarado se había criado en un hogar relativamente completo y fragmentado por épocas de soledad y de variedad de amistades de su misma edad, pero en ningún momento se sintió oprimido. Ahora, al llegar al aeropuerto internacional Toncontín, y ver ese despliegue militar en todas las zonas, se sintió algo oprimido al respecto. Como en una zona de guerra.
Comenzaba la década de los ochenta y no parecía que algo fuera a cambiar en el mundo en tensión. Por un lado, las dos grandes superpotencias militares amenazándose abiertamente, por otro los países alineados a dichas superpotencias siguiéndoles el juego de manera sumisa e interesada. Honduras no era más que uno de esos países sumisos que le servía de plataforma al país del norte. Y en él se respiraba una relativa y supuesta paz.
—Bienvenido a Honduras, disfrute su estadía –le dijo el revisor al entregarle sus documentos ya revisados.
—Gracias.
Salió al estacionamiento y allí estaba un hombre de unos treinta años con un rótulo que decía: Néstor Alvarado. Se acercó a él y con una sonrisa le dijo:
—Buenos días, yo soy Néstor Alvarado.
—Oh, mucho gusto, señor… mi nombre es Carlos Landa. Mi padre me mandó a recogerle. Mucho gusto.
—Gracias.
—¿Qué tal el viaje?
—Algo turbulento… pero aquí estamos ya.
Durante el camino a dónde fuera que lo llevaran, aunque por teléfono, al planear el itinerario le había dicho que lo alojaría en su propia casa, el señor Esteban Landa parecía algo preocupado. Preocupado por lo que pudiera pasar con él en aquella vieja casa a la cual llamaban La Casona.
—¿Qué tal el clima por aquí? –preguntó por preguntar algo.
Iba en el asiento del conductor mientras sus maletas descansaban sobre el asiento trasero del vehículo.
—Ahora comienzan los fríos de diciembre –dijo Carlos Landa sin apartar la vista de la carretera—. Aquí en Tegucigalpa el frío es relativo ahora debido a las deforestaciones que se están sufriendo en uno y otro lugar, pero donde viven mis padres es un poco alto y el frío es mayor aún.
—¿Dónde viven?
—En El Hatillo. Allá arriba –señaló hacia unos cerros lejanos.
En aquel momento tomaban la calle que llevaba al centro de Comayagüela y a Néstor se le ocurrió que todo seguía en el mismo sitio. Como si la ciudad no hubiera cambiado ni un solo centímetro durante todos aquellos años. Sus padres habían vivido, antes de partir del mundo, saliendo hacia el oriente, en una comunidad llamada Villa Vieja, y a él, en lo personal, le resultaba un lugar muy deprimente.
Ambos descansaban el sueño eterno en el cementerio de aquella comunidad y se dijo que si tenía tiempo iría a visitarles. La vieja casa aún estaba allí, pero en manos de otros dueños. Al final, como su intención era la de no volver jamás, se había desecho de todo. Pero ya ves, aquí estaba de nuevo.
—El Hatillo –dijo después de unos segundos—, sí. Lo conozco. Queda en la misma ruta hacia La Tigra ¿No?
—Así es…
Y no hubo más conversación. Por alguna razón a veces, entre las personas extrañas, o de carácter un poco centrado en sí mismo (como era el caso de los dos hombres), hay tan poco que hablar.
Llegaron al Hatillo casi a la hora del almuerzo.
Al ver el portón de la casa, Néstor, se dijo que la familia Landa vivía muy bien. Tenían dinero.
Si el portón de la entrada le había impresionado, le impresionó un poco más el enorme jardín que recorrieron hasta llegar a la fachada de la casa, la cual volvió a impresionarle un poco más.
Dejaron el automóvil debajo de una galera adornada a ambos lados con tiestos de flores y plantas exóticas que le recordaron algún lobby de hotel lejano.
—Mis padres –dijo Carlos como en tono de confidencia— viven solos aquí. Bueno no tan solos porque tienen a los criados, pero la mayor parte del tiempo pasa viajando o dedicándose por entero a sus negocios. Mi padre está empeñado en limpiar, como dice él la casa del Ocotal para regalármela a mí… yo ya le dije que no la quiero, pero él insiste en que es uno de los grandes patrimonios que heredará a sus nietos. Sabe, soy hijo único y no necesito esas cosas, pero…
En ese momento, un hombre de unos cincuenta años apareció por una esquina de la casa. el hombre tenía el cabello gris y parecía muy cansado. En ese momento, Carlos y Néstor sacaban las maletas de la parte trasera del automóvil.
—¡Hola! –saludó el hombre.
—Buenos días –saludó algo cohibido Néstor sacando una de las maletas y yendo hacia el hombre que le había saludado.
—Espero que haya tenido un buen viaje –dijo el hombre que no era más que el dueño de la casa.
—Un poco movido como le dije a Carlos.
—Mucho gusto –se presentó extendiendo una mano gruesa y fuerte –mi nombre es Esteban Landa y soy el interesado en sus servicios. Muchas gracias por venir.
—El gusto es mío, Néstor Alvarado.
Entraron en la casa mientras un cargado Carlos les seguía tratando de mantener una sonrisa de satisfacción en el rostro.
***

Almorzaron los tres juntos: el señor y la señora Landa y Néstor Alvarado. Fue un almuerzo verdaderamente delicioso donde lo que más le gustó fue el olor natural de la carne de gallina.
—Es la famosa gallina india –le informó con satisfacción don Esteban.
—Deliciosa –alabó Néstor colocando con mucho cuidado un hueso muy blanco en el borde del plato.
—Mi amor –le dijo su esposa— ¿Querrán un poco de postre?
—Yo paso –dijo Néstor sinceramente lleno de sopa.
—Lo mismo yo –dijo don Esteban con una amplia sonrisa.
Se levantaron y ambos salieron al jardín para caminar un poco. Para rebajar la comida dijo don Esteban, pero la realidad era que quería poner al corriente de todo a su invitado.
—Me alegra, de verdad, que esté aquí –le dijo apenas comenzaron a andar por la vereda que llevaba a la salida—. Me asusta un poco eso de la casa. Sobre todo, porque parece ir creciendo día con día. La gente del pueblo cuenta tantas cosas. Me da miedo que algo se esté desbordando allí…
—Si pudiera contarme algunos casos… ya sabe que me pusieran en antecedentes. Me contó lo de la desaparición de un investigador, y de las sombras, olores y ruidos que la gente dice escuchar que salen de la casa, pero algo más concreto. Si pudiéramos ir y verla…
—Por mí no hay problema, estaríamos allá en un par de horas, pero antes quiero mostrarle algo…
—Ok. Si tiene relación con lo que sucede allá.
—Creo que es el origen de lo que sucede en La Casona.
Y antes de llegar al portón de salida se desviaron hacia la derecha donde otro sendero se abría hacia una de las esquinas de la enorme propiedad. Recorrieron el sendero de piedra uno junto al otro hasta llegar a una especie de vivienda diminuta, cubierta con tejas y de color amarillo con una franja verde en la parte inferior.
Don Esteban sacó un manojo de llaves de algún lugar del fondo de sus pantalones y buscando una específica la introdujo en la cerradura de la puerta y abrió.
—Lo que le voy a mostrar –dijo con algo de aprensión en la voz—, son algunas de las pinturas de mi hermana. ¿Recuerda que se la mencioné por teléfono?
Néstor asintió: algo recordaba al respecto.
—También hay algunas cosas personales que no me he atrevido a observar por temor a encontrar algo que no pudiera soportar. Yo… soy algo así como muy impresionable y le tengo miedo a las cosas que no puedo comprender.
Entró primero él.
El interior de la casita era interesante. Se trataba de apenas una salita con una cocina al fondo y una habitación de dormitorio.
—La construí pensando en mi hermana –confesó el hombre con mirada cansada—, lo hice pensando que algún día se vendría a vivir con nosotros y conociéndola como la conocía, sabía que preferiría vivir sola. Nunca quiso venirse del Ocotal. Era como si una fuerza muy fuerte la contuviera allá. No sé… después de su muerte, y seguido de un impulso más fraternal que de investigador, tomé algunas cosas de ella y las traje hasta aquí. Le aseguro que así fue…
Parecía querer justificarse.
—Aquí están todas las cosas que traje de allá.
Abrió el dormitorio y le mostró una serie de cuadros colocados boca abajo sobre la enorme cama y unos cuantos paquetes envueltos en papel manila diseminados por la mesita de noche, sobre la cómoda y otros en el suelo.
—Esos –señaló hacia la cama— son cuadros. Pinturas algo raras que mejor he colocado boca abajo y que en algún momento tuve la intención de quemar o destruir, pero que al final no he hecho, porque he considerado que, algún valor tendrán. Son nueve… yo no les entiendo, pero usted tal vez les encuentre sentido.
Néstor entró en la habitación que nunca habitó la dueña y miró con mayor detenimiento el grupo de pinturas recubiertas, también, con papel manila, y colocadas, según pudo comprobar boca abajo como si alguien temiera que sus contenidos se fueran a escapar si se dejaban colocadas de otra forma.
—¿Esos paquetes que contienen? –preguntó señalando uno de los bultos sobre el suelo.
—No lo sé… o quizás sí. Algunos contienen libros, otras cosas raras, y otras algunas cosas escritas por mi hermana. Ella era una excelente artista, y además de la pintura le gustaba trabajar la arcilla, pero… —la voz pareció quebrársele, pero logró dominarla y seguir hablando—, pero se metió en cosas un poco raras cuando estuvo en Inglaterra. No sé… algo que tenía que ver con artes oscuras.
Néstor se acercó a uno de los paquetes, uno que estaba justo encima de la mesita de noche y con dedos ágiles quitó un cáñamo de aspecto viejo. Apartó el papel y apareció un libro de pasta negra. Una estrella de cinco puntas dentro de un círculo dorado le indicó el contenido aún sin abrirlo.
Wicca, el arte de las brujas. Decía.
Sintió que, en su interior, la desilusión volvía a instalarse.
Ya había pasado por situaciones similares en el pasado. Hombres o mujeres querían obtener poderes extraordinarios y se dedicaban al estudio de la brujería convencidos profundamente de que utilizando conjuros, oraciones y demás menjunjes se podría lograr la adquisición de dichos poderes. Allí, con ese primer descubrimiento, parecía ocurrir lo mismo. Quizás su viaje a Honduras, no era más que otro chasco de los mismos.
Abrió la primera página sólo por costumbre y para mostrar un poco de interés a los ojos de aquel hombre que le había hecho venir y dado de comer una deliciosa sopa de gallina.
En la primera página que debía de estar en blanco o sólo con el título del libro encontró unas palabras en fina caligrafía:
“Sólo para aquellos que creen de verdad en la magia y que en su interior tienen los verdaderos poderes del amor. Para mi quería amiga Azucena de su amiga inglesa. Tú tienes el don amiga, lo supe desde el primer momento. Londres, 1949”.
Por lo menos el libro era viejo. También por simple costumbre se puso a hojear algunas páginas. Por lo visto el libro había sido usado mucho. Y ya iba a cerrarlo definitivamente e inventar cualquier excusa cuando sus ojos fueron hacia una página cuyo título anunciaba arriba: para entrar en el otro mundo.
Debajo de este título comenzaba el capítulo, pero lo que le había llamado fuertemente la atención había sido la caligrafía de unas notas al margen y un dibujo. El dibujo era muy pequeño y mostraba una especie de puerta oscura. Pero no se trataba de una puerta común y corriente, sino una parecida a la entrada de una cueva que le recordaba sus propias teorías sobre las puertas a los mundos paralelos.
“No abrir nunca”
Esa eran las palabras, que, como una advertencia, rezaban debajo del dibujo de la puerta.
Volvió de inmediato, memorizando en número de página, a las primeras y fue hojeándolas una a una, pero no volvió a encontrar más referencias al respecto.
Pero como sucedía siempre que alguien o algo se parecían a sus propias formas de ver el mundo, se sintió emocionado. Allí podía haber algo sustancial después de todo. Don Esteban al ver su interés le dijo:
—Si quiere puede echarle un ojo a todo esto y luego nos ponemos en camino hacia La Casona. Aunque preferiría que fuera mañana ya que la tarde se nos está viniendo encima y no me gustaría que nos agarrara la noche por allá.
Néstor, visiblemente interesado, apenas si le escuchó. Buscaba con la mirada algún otro posible objeto.
—¿Le parece? –preguntó don Esteba a sus espaldas.
—¡Perdón! –dijo.
Don Esteban le repitió la propuesta.
—Oh, me parece estupendo –le dijo— voy a revisar todo esto para ver si encuentro indicios… pero voy a necesitar mis cuadernos de notas. Los tengo en una de las maletas.
—Venga conmigo. Vamos por sus cuadernos de notas –le dijo don Esteban solicito—, y luego puede establecerse aquí.
Salieron de la casa. Don Esteban dejó sin seguro la puerta y con las llaves colgando allí.
Néstor llevaba el libro entre las manos y buscaba, con peligro de caerse por no ver el camino, algo más. Don Esteban le dijo tocándole un hombro.
—No he querido mostrarle todas estas cosas a mi esposa, porque sufre de nervios. Ella sabe que están allí, pero nunca las ha visto. Y aunque nunca me habla mal de mi hermana, sé que en el fondo le tenía miedo. Ya sabe. La gente hablaba de que era una bruja y todo eso. Y aún más en el pueblo…
—Lo entiendo –dijo Néstor, muy a su pesar, guardándose el libro debajo de la axila.
Sus maletas ya estaban dentro de lo que sería su habitación el tiempo que estuviera en la casa de los Landa. Buscó sus libretas de notas y la grabadora de mano. Había descubierto que era muy útil tener una a mano. Evitaba las distracciones y con un simple apretar un botón podía decir todo lo que quería para luego volver a oprimir el mismo botón y todo se detenía. Al final, escuchar sus propias notas de un solo le hacía comprender la totalidad de las ideas.
Sacó, pues su grabadora, verificó las baterías y la cinta y también, por si acaso, las libretas de notas.
Armado de estos elementos regresó a la cómoda casita de la esquina del jardín.

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