Néstor sintió al escuchar la palmada que se le
aflojaban las tripas y todo lo que hay en el interior de un ser humano. Se
quedó paralizado, pero sólo unos segundos. De inmediato se puso en actividad.
Metió la boquilla de oxígeno entre sus labios y la
mordió. Abrió la válvula alimentadora y el aire fresco entró de inmediato en
sus pulmones. Aferró con fuerza el diario de María Azucena y se preparó para lo
peor.
Esperó. Esperó. Esperó.
Nada. No comenzó a sentir la supuesta sensación de
estar siendo observado que mencionara Carlos Aceituno y Azucena Landa. Todo
parecía seguir lo mismo. Aflojó poco a poco sus músculos y miró, con verdadero
terror hacia la puerta abierta. Allí no había nada. La simple hoja abierta, tal
como la había dejado.
La palmada, signo de que algo había aparecido por
allí, había sido tan clara y potente que hasta los nervios se le habían
crispado.
Pensó rápido. Tenía que hacerlo.
“La puerta sólo se cierra por dentro”
Eso significaba que quisiera o no, tendría que
entrar a aquel mundo. Abrir la puerta si estaba cerrada, aunque sospechaba que
alguien o algo, aquel ruido, abría y cerraba la puerta a su antojo del otro
lado.
Miró su pequeño armamento. Sólo necesitaba el
oxígeno, el diario y ¿Un arma?
¿Qué haría del otro lado? ¿Morir así nomás?
Se sentó en el piso, apoyando la espalda en el
tonel de cartón. Miró hacia la ventana abierta por donde aún entraba la luz.
Quizás afuera seguían trabajando los empleados de don Esteban. Quizás, lo que
acababa de salir de aquella puerta del demonio se había dirigido hacia allá,
hacia el patio.
Cerró la válvula del oxígeno. Si iba a entrar al
otro lado tenía que ahorrar la mayor cantidad posible del vital aire. Tenía que
pensar un poco. Por lo menos ya sabía la ruta. La ruta era muy sencilla:
ponerse en pie, avanzar hasta la puerta aquella que se abría justo en la
división, girar como quien va de nuevo hacia la salita, hacer los signos y
pronunciar la oración. La puerta se abría. Entrar al otro lado. Cerrar de una
vez por todas y luego… esperar a que el oxígeno se acabara y morir.
¿Esa era la muerte que había esperado obtener
durante toda su vida?
No. Ni siquiera pensaba en el tema. Como la mayoría
de seres humanos se consideraba vivir para siempre.
Respiró hondo tratando de serenar su espíritu. Si
lo que estaba sintiendo en ese momento: angustia, era lo que todo condenado a
muerte sentía antes del golpe fatal, tenían razón en sentir que el tiempo se
abalanzaba sobre ellos.
Cerró los ojos y trató de ordenar sus ideas. Tenía
que hacerlo antes de actuar. No quería tropezarse y enviar todo al traste
después de haber encontrado la clave. Abrió el diario de nuevo por las últimas
anotaciones. Miró las ilustraciones de las claves para abrir y cerrar el portal
y se dijo que tendría que practicarlo. Quizás, Azucena, antes de hacer las
primeras pruebas había hecho ensayos, pero si los hacía lejos del lugar
¿Siempre se abriría la puerta?
Se dijo que no. Él mismo manejaba la idea de que la
Tierra tiene puntos invisibles que hacen contacto con los otros mundos, los
mundos paralelos. Se echó una gran carcajada mental al recordar todas sus
propias teorías: estupideces. La verdad era más sencilla que todos aquellos
cálculos matemáticos o teorías nacidas del orgullo intelectual. Recordó sus
propias conferencias y volvió a sonreír con tristeza.
“La gente se cree todo, lo que pueda hacerla sentirse
más segura”
Sí, todo aquello estaba bien, pero tenía que tomar
la decisión ya. El tiempo estaba transcurriendo y si aquellas cosas estaban
curioseando en las afueras, o en las ventanas de la casa, tendría que, antes de
entrar, llamar su atención.
Aunque tenía la idea de que ellas no podían casi
respirar por mucho tiempo en este mundo, aguantaban un poco más que los humanos
allá en su mundo paralelo. Según Azucena, de alguna manera, al volver a entrar
el tiempo había retrocedido. Quizás, en aquella época, de donde venían estas
criaturas el conocido Hal del sueño ni siquiera había nacido.
Entonces, el plan era ponerse en pie, llegar hasta
la puerta, abrirla, llamar la atención y meterse para ser seguido. Entrar,
cerrar y luego… Qué Dios decidiera su suerte.
Un plan
sencillo, pero efectivo.
Miró la hora: casi las cuatro de la tarde.
Volvió a aspirar con fuerza y poniéndose en pie
volvió a mirar el diario, memorizó los movimientos y luego se puso la boquilla
en la boca.
“La medicina de mal sabor –decía su madre cuando
intentaba darle algún medicamento particularmente desagradable— es mejor
tomarla de un solo sorbo”.
Se puso la boquilla del oxígeno, abrió la válvula y
sintió entrando en sus pulmones el agradable aire.
“Qué Dios me ayude” pensó poniéndose en movimiento.
Lo primero que hizo fue hacer ruido tirando cosas
de los bultos. Cerró las ventanas y les dio varias patadas a los sensores
inútiles los cuales salieron volando como mariposas por la puerta abierta.
Agudizó los sentidos para cuando llegara la sensación aquella.
Salió a la salita y con el diario abierto llegó
hasta donde la sala se volvía comedor y cocina allí, sintiendo que las piernas
se le podían doblar de un momento a otro, giró y comenzó con los símbolos.
***
Los seres, que eran más de cincuenta divididos en
varias especies, eran invisibles para el ojo humano, pero no para los de los
animales. Muchos perros, gatos, caballos y vacas habían captado su presencia de
inmediato y de inmediato, también, se habían alejado espantados.
Se trataba de seres, de una época oscura de la
tierra. Seres creados por las artes oscuras, traídos de otros universos y luego
soltados en casas, praderas… lugares cuyo destino era la muerte por terror y
angustia. Eran seres que se alimentaban del miedo.
Sus movimientos estaban limitados a la casa y sus
alrededores. Azucena, antes de morir, había creado una especie de embrujo
contenedor que como una cúpula invisible los mantenía encerrados. Ellos veían
pasar la gente, los animales y demás cosas más allá de ese perímetro, sentía en
el miedo y sentían hambre, pero no podían cruzar la barrera. Estaban confinados
a aquel espacio. Y, además, como los pensara, Néstor, no sobrevivían mucho
tiempo en aquel lugar, el aire no les mataba de inmediato, pero cuando lo hacía
se fundían con las entrañas de la tierra. Los humanos sólo podían sentir el
olor de la descomposición.
Ahora, miraban a aquellas personas, allá cortando
el pasto y querían ir y comer, pero no podían. Muchos regresaban a su mundo
seguro y eso era fácil porque la puerta se había mantenido abierta durante
mucho tiempo. Entrar y salir era algo habitual.
El ruido de los machetes chocando contra la hierba
era molesto, pero lo que ellos querían estaba dentro de los seres aquellos.
Sólo tenían que acercarse y luego ellos los sentirían y la miel fluiría como en
un torrente delicioso.
Alguien, de los que estaban cerca de las ventanas
lanzó un grito de alerta. Alguien estaba en el interior. Oh, eso era delicioso.
Todos, hasta los más pequeños y a punto de morir,
se volvieron de las hierbas donde estaban y comenzaron a arrastrarse hacia el
interior de la casa.
***
Apenas había abierto la puerta cuando, sobre su
cabeza, sintió lo que Carlos Aceituno le contara y Azucena Landa escribiera: la
sensación de estar siendo observado desde las paredes. Además, por el rabillo
del ojo, notó algún movimiento.
“Están aquí” pensó.
La puerta se abrió. Él lo supo porque el espacio,
justo entre la división de la sala y la cocina adquirió un tono como de espejo
empañado. Y aún se podía ver lo que estaba detrás de él, pero de una manera
turbia, como estar mirando a través de un vidrio con la lluvia cayendo sobre
él.
“Si no vuelvo al final del día” le había dicho algo
semejante a don Esteban, pero ahora mientras daba el primer paso hacia aquella
puerta se le ocurrió algo fenomenal. Gritar.
Apartó con la lengua la boquilla del oxígeno y
gritó con todas sus fuerzas:
—¡Estoy pasando!
El techo retumbó con su grito y los seres aquellos,
en grupo, se abalanzaron contra él.
El empuje recibido contra su espalda sólo aceleró
el tránsito de un mundo al otro.
“Es una sensación como de fiebre interna”
Y lo era. Al pasar de este mundo al otro, Néstor
Vladimir Alvarado, sintió que un fuego interno le quemaba como de manera casi
líquida y lo hizo estremecerse un simple segundo.
Cayó al otro lado boca abajo y la boquilla del
oxígeno que se había quitado para gritar volvió a caer entre sus labios.
Gracias a Dios, pensó.
Se levantó con dificultad y de inmediato, como si
hubieran estado reunidos en torno al tronco del roble, vio una gran cantidad de
ojos enrojecidos, malévolos. Era de día, y el sol le mostró aquellos seres de
aspecto pequeño y negro que Azucena mencionara en las últimas partes de su
diario. Lo miraron desconcertados al principio, pero luego se le abalanzaron
como rayos.
De inmediato, Néstor se dio la vuelta y haciendo
los movimientos de cierres en dos segundos sintió sobre todo su cuerpo la gran
masa compacta de seres cayendo.
Lo último que pensó, al ser aplastado fue:
“Estoy muriendo, pero la cerré”
***
Sí. La había cerrado.
***
Don Esteban y sus trabajadores, a la puerta de La
Casona, allá donde el enorme arco anunciaba la entrada se detuvieron en sus
quehaceres.
—Alguien gritó allá dentro –le dijo uno de los
hombres como si nadie más que él lo hubiera escuchado.
—Sí –fue lo único que dijo don Esteban.
Con paso lento y como un robot. Abrió el portón y
entró.
Fue por la camioneta y la puso en marcha. Quizás su
amigo iba a necesitar ser trasladado o algo así. Entró con ella y llegó hasta
la fachada de la casa. Se bajó y con nerviosismo buscó las llaves en la
guantera. Allí siempre andaba una cajita con las copias de las llaves de varias
de sus propiedades.
Miró por el espejo retrovisor, sus trabajadores,
venían caminando por la calle de piedra. Al escuchar el grito se había olvidado
por completo de ellos.
Sacó la caja con llaves y buscó la que dijera, en
una etiqueta: La Casona.
La encontró, la sacó y colocó la caja sobre el
asiento del pasajero.
Bajó a toda prisa dejando el motor en marcha. Había
escuchado muchas veces la historia de Humberto y de Carlos Aceituno para
tenerla en cuenta. Carlos le había contado que él, por seguridad y temiendo lo
peor había colocado la camioneta con el motor encendido con la trompa hacia la
salida. Esto último no lo hizo, pero no importaba, lo importante era entrar y
ver qué había sucedido. Recordaba que él le había pedido esperar un par de días
antes de entrar, pero no podía hacerlo. Si no hacía algo al respecto se
lamentaría toda la vida. Seguramente.
Introdujo la llave en el llavín y la giró tres
veces.
La puerta se abrió apenas empujarla.
Al fondo del pasillo estaba el mismo cuadro de
siempre: su padre, don Jonathan Landa, montado sobre un corcel negro. Azucena
se lo había pintado en su cumpleaños número cincuenta, en 1953, cuando todo
parecía haber regresado a la realidad en sus vidas.
Entró a grandes zancadas y giró hacia la cocina, el
lugar indicado por Carlos Aceituno como el lugar de la palmada. Llegó a la
cocina y miró hacia todos lados, allí no parecía haber ocurrido nada. Giró
hacia su derecha y miró la puerta de la bodega abierta. Fue hacia allá.
Había algunos objetos tirados sobre la sala,
parecían pequeños y contener algunos cables.
“Los sensores” pensó al recordar el nombre del
relato de Carlos Aceituno.
Entró en la bodega, allí parecían haber tirado
muchas cosas. Había papeles regados por el piso y algunos cobertores junto a
ellos. La ventana de la esquina estaba abierta y las demás cerradas.
—¿Está bien?
Don Esteban sintió un estremecimiento al escuchar
la voz a su espalda. Se trataba de uno de los trabajadores que agitado parecía
presentarse en el lugar para ayudar. O lo que fuera.
Se tocó el pecho y dijo:
—Sí, estoy bien. Abran todas las puertas para que
se salga ese olor.
En efecto, un olor como a podrido flotaba en el
ambiente. No era muy fuerte, pero si consistente e insistente.
Los tres hombres se dedicaron, entonces, a abrir
las puertas y las ventanas.
A las seis de la tarde, la casa, totalmente
iluminada parecía una casa común y corriente. Don Esteban trataba de descifrar
lo que había sucedido allí y se devanaba los sesos al no encontrarle sentido.
Había encontrado, colocada en el llavín, la llave que le entregara por la
mañana a Néstor Alvarado lo que indicaba que había entrado a la casa, pero no
se veían ningún rastro de él por ninguna parte.
A las siete, y ya convencido de que no iba a dar
con él decidió cerrar la casa y regresar a Tegucigalpa. Mientras se alejaba de
La Casona, sus pensamientos seguían escarbando y buscando una solución. ¿Qué
había sucedido?
Él, Néstor, le había prometido que iba a limpiar la
casa de una manera completa y definitiva. Y lo había hecho. Porque las horas
pasadas en ella, quitando aquel desagradable olor, habían sido de lo más
tranquilas.
¿Estaría el espíritu de su hermana por fin
descansando en paz?
No lo sabía, pero por lo menos, ahora, La Casona,
parecía haber vuelto a su estado normal. Pero ¿Y aquel hombre que había venido
de tan lejos para hacer un trabajo tan raro? Tendría que avisar a la policía y
seguramente se haría otra búsqueda como la ocurrida el año pasado con aquel
investigador de nombre Humberto Maldonado.
Las estrellas, en la bóveda celeste, parecían
luciérnagas titilantes y parecían sonreír mientras el automóvil entraba a la
calle pavimentada y enfilaba rumbo a Tegucigalpa. Los mundos invisibles, o
paralelos, según sea el gusto de cada quien, continuaban su movimiento
invisible los unos para los otros y sin rozarse, sin cruzarse ni interferir los
unos con los otros, pero consecuencias los unos de los otros.
En algún lugar, entre esos mundos, un hombre
llamado Néstor en este mundo, pero Hal en otro, vivía otras muchas vidas y
otras muchas aventuras, otros eran sus objetivos y otros sus pesares. Y sólo de
vez en cuando, mediante ese espacio al cual todos accedemos al dormir, los
sueños, se cruzaban, las distintas personalidades en formas distintas de
mujeres, niños, ancianos y muchos más como para recordarnos que sólo hay un
mundo pero dentro de él caben todos los mundos posibles.